Nuestro Producto Nacional Bruto (PNB) incluye la polución del aire y la publicidad de cigarrillos, y las ambulancias que atienden los accidentes mortales en nuestras autopistas.
Cuenta la fabricación de las cerraduras de nuestras puertas y las cárceles para la gente que las fuerzan; la destrucción de nuestros bosques y la pérdida de bellezas naturales que provoca el caótico crecimiento urbano; y los programas de televisión que ensalzan la violencia para vender luego juguetes a nuestros hijos. Pero no toma en cuenta la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o la alegría de sus juegos. En suma, "el PNB mide todo, menos aquello que da valor a la vida".
Esta cita contra el uso del PNB como indicador de bienestar social, aunque la tomo del reciente libro de Peter Ubel La Locura del Mercado, no procede de ningún enardecido ecologista enemigo de la globalización ni de ningún acérrimo defensor de la lucha contra el cambio climático: las pronunció, hace ya más de 40 años, Robert Kennedy en un discurso en la Universidad de Kansas en marzo de 1968.
Del PIB al progreso social
El uso del Producto Interior Bruto (PIB) y de su valor per capita como indicador sintético del bienestar social no es una simplificación de la que se pueda culpar a los estadísticos que en los años 30 idearon los sistemas modernos de cuentas nacionales.
Porque su principal inspirador, Simon Kuznets, alertó al Congreso americano en 1934, cuando presentó el concepto de PIB, de que la magnitud medía sólo, con pequeñas excepciones, aquellas actividades productivas que tenían reflejo en transacciones monetarias y, en consecuencia, tenía un valor limitado: "La capacidad de la mente humana para resumir una situación compleja mediante una característica compacta es peligrosa: el resultado concreto de las magnitudes cuantitativas hace que atribuyamos con frecuencia, de forma errónea, una gran precisión y simplicidad al objeto que pretenden medir".
A pesar de la advertencia de Kuznets, desde finales de la Segunda Guerra Mundial la política económica de los países se fijó como norte el crecimiento del PIB por habitante, en el entendimiento de que llevaba aparejada una mejora del bienestar social. Desde los años 70, no obstante, esa asociación mecánica entre crecimiento económico y bienestar social fue puesta en tela de juicio desde tres perspectivas:
· La de los ecologistas y medioambientalistas, para quienes la obsesión con el crecimiento del PIB –una magnitud que ignora el valor social atribuible a la biodiversidad del hábitat o a la preservación del medio ambiente– ha provocado el deterioro del medio ambiente y la falta de atención a la sostenibilidad medioambiental del crecimiento económico. Dentro de esa tradición hay que encuadrar el trabajo pionero de dos grandes economistas, James Tobin y William Nordhaus, que ya en 1972 propusieron un indicador económico más amplio que el PIB que denominaron 'Medida de la Riqueza Económica'.
· La de los teóricos del 'desarrollo humano', que, asentados en las Naciones Unidas, el Banco Mundial y otros organismos internacionales, consideraban necesario complementar las mediciones del PIB con otros indicadores cuantitativos de bienestar social. Uno de los más conocidos es el Human Development Index, que desde 1990 mezcla variables como la esperanza de vida o la tasa de escolarización con el logaritmo del PIB per cápita (lo que atenúa mucho el efecto del crecimiento de esta variable……).
· La de los economistas y psicólogos que, con el premio Nobel Daniel Kahneman a la cabeza, herederos del utilitarismo de Jeremy Bentham, consideran posible evaluar directamente mediante encuestas y otras técnicas el "bienestar subjetivo" (subjective well-being) de los ciudadanos. Aspiran a explicar la 'paradoja de Easterlin' –esto es, que el nivel de bienestar manifestado por los ciudadanos en las encuestas se haya mantenido constante en los países industriales durante varias décadas, a pesar del gran crecimiento del PIB per cápita– sirviéndose del concepto de ‘adaptación’, que lleva a que el bienestar lo juzguemos en términos relativos, por comparación a un nivel que tomas de referencia.
Economía de la felicidad
Tales visiones críticas del PIB como medida del bienestar social alumbraron durante esta última década la llamada 'Economía de la felicidad', popularizada en 2005 por el respetado economista británico Richard Layard en su libro Happiness. Lessons from a New Science. También llevaron a que la OCDE lanzara en 2004 el llamado World Forum on Statistics, Knowledge and Policy e impulsara en 2007 la 'Declaración de Estambul', que instó a todos los países miembros y a sus institutos de estadística a "llevar a cabo la medición del progreso social, yendo más allá de medidas económicas convencionales, como el PIB per cápita".
El presidente Sarkozy hizo suyas tales ideas, y en enero de 2008, tras subrayar "la brecha creciente entre el progreso que muestran las estadísticas y las dificultades crecientes que experimentan los franceses en su vida cotidiana", encomendó a una comisión, dirigida por el premio Nobel Joseph Stiglitz, que estudiara esa brecha.
El Informe Stiglitz, publicado el pasado septiembre, concibe el bienestar social como una variable con ocho grandes dimensiones, que además de los estándares materiales de vida (medidos por la renta, el consumo y la riqueza) contiene otras siete dimensiones: la salud, la educación, el trabajo y otras actividades personales, la participación política y buen gobierno (polítical voice and governance), las relaciones y conexiones sociales entre los ciudadanos (esto es, el 'capital social'), las condiciones medioambientales, presentes y futuras, y, en fin, la inseguridad, tanto económica como física.
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