miércoles, 11 de enero de 2012

Frente al espejo



Las casas de nuestras infancias fueron palacios de fantasías y sueños, en los que cada recoveco se convertía en ámbito secreto para guardar nuestros tesoros. Parecían extenderse al infinito en sus pliegues inexpugnables de espacios misteriosos que los adultos ignoraban por haber perdido esa magia de ver más allá de lo evidente. La caja de cromos oculta detrás de los cajones del armario; el lápiz de colores entre pared y biblioteca, o el trozo de madera en lo alto del árbol del jardín, pasaban por ser objetos abandonados fortuitamente en lugares absurdos si caían en sus manos, pero representaban instrumentos de bucaneros, magos y aventureros que brotaban de nuestras mentes. Curiosidad que fue traspuesta en el impulso hacia la acción cuando salimos del hogar, cerrando atrás la puerta a nuestra infancia. Otros espacios, otras realidades, otras fronteras fueron desplegándose, nuevos tesoros, nuevas ilusiones y también nueva incomprensión de los mayores a nuestras actitudes. Luego con el tiempo, las dimensiones parecen congelarse, las fronteras reducirse, y precisamos gafas para entender lo que antaño sacudía nuestro asombro. Dejamos de explorar, no viendo más allá de nuestros ojos, estatuas devenimos aferrándonos a los usos y costumbres; poco a poco nos volvemos objetos opacos, sin brillo, deshechos molestos barridos a las trastiendas de los asilos que ya no son palacios y en los que la única fantasía y único anhelo es dormir sin despertar...

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