viernes, 30 de octubre de 2009

La conjura de los necios




Perdido en sus cavilaciones sobre posibles medios de obtener dinero, Ignatius no advirtió que hacía un rato que su carro viajaba en una línea recta continuada. Cuando intentó arrimarse más al bordillo, el carro no aceptó inclinarse lo más mínimo hacia la derecha. Ignatius paró y vio que una de las ruedas de bicicleta estaba encajada en el surco de la vía del tranvía. Intentó desenganchar la rueda, pero el carro pesaba demasiado para que resultara fácil aquella maniobra. Se agachó e intentó levantar el carro de un lado. Cuando deslizaba las manos bajo el gran panecillo de lata, oyó entre la niebla ligera el rumor de un tranvía que se aproximaba. En sus manos aparecieron los bultitos duros y la válvula, tras titubear un instante frenético, se cerró de golpe. Ignatius tiró hacia arriba furioso. La rueda de bicicleta se desenganchó de la vía, se alzó hacia arriba, se balanceó en el aire' unos segundos y quedó horizontal al volcar el carro lateralmente con un gran estruendo. Una de las tapitas del panecillo de lata se abrió, depositando en la calle unas cuantas salchichas humeantes.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Ignatius, viendo que la silueta del tranvía iba formándose a media manzana de distancia—. ¿Qué diabólico truco usa ahora conmigo Fortuna?
Abandonando el carro volcado, Ignatius, avanzó por las vías hacia el tranvía, el ropón suelto balanceándose alrededor de los tobillos. El tranvía color oliva y cobre avanzaba lento hacia él, cabeceando y balanceándose lánguidamente. El tranviario, al ver aquella figura inmensa, blanca y esférica, resoplando en medio de las vías, detuvo el vehículo y abrió una de las ventanillas delanteras.
—Perdone usted, caballero —le dijo el hombre del pendiente—. Si es tan amable de esperar un momento, intentaré enderezar mi vehículo escorado.
George vio entonces su oportunidad. Corrió junto a Ignatius y le dijo animoso:
—Venga, profe, saquemos esto de la vía entre los dos.
—¡Oh, Dios mío! —atronó Ignatius—. Mi Némesis pubescente. Qué día prometedor- parece éste. Me va a atropellar un tranvía y además me van a robar, con lo que estableceré un récord en la empresa. Lárgate, golfillo depravado.
—Coja usted por ese lado, que yo cogeré por éste.
El tranvía les pitaba.
—Está bien —dijo al fin Ignatius—. En realidad, me sentiría muy feliz dejando este ridículo artilugio aquí tirado.
George cogió un extremo del panecillo y dijo:
—Será mejor que cierre usted esa trampilla antes de que se caigan más salchichas.
Ignatius cerró de una patada la trampilla, como si intentara ganar un partido de fútbol profesional, cortando limpiamente en dos secciones una salchicha que asomaba.
—Cálmese, profe. Va a romper el carro
—Tú cállate, truhán. No te pedí conversación.
—Está bien —dijo George, encogiéndose de hombros—. En fin, sólo intentaba ayudar.
—¿Cómo ibas tú a poder ayudarme? —aulló Ignatius, poniendo al descubierto unos dientes amarillentos— Es muy probable que alguna autoridad de esta sociedad ande, en estos momentos, siguiendo el aroma de tu asfixiante tónico capilar. ¿De dónde has salido? ¿Por qué andas siguiéndome?
—¿Quiere que le ayude a recoger esta mierda?
—¿Esta mierda? ¿Llamas mierda a este vehículo de Paraíso?
El tranvía pitó de nuevo.
—Vamos —-dijo George—. Arriba.
—Supongo que te apercibes —dijo Ignatius mientras alzaba jadeante el carro— de que nuestra relación se debe sólo a una emergencia.
El carro volvió a quedar asentado sobre sus dos ruedas de bicicleta, con el contenido del panecillo de lata repiqueteando en su interior.
—De acuerdo, profe, haga lo que quiera. Me alegro de haber podido ayudarle.
—Te diré, por si no te has dado cuenta, chiquillo desvalido, que está a punto de engancharte el rastrillo del tranvía.
El tranvía pasó rodando despacio junto a ellos, para que el conductor y el revisor pudieran examinar más detenidamente la indumentaria de Ignatius.
George cogió una de las manazas de Ignatius y puso en ella dos dólares.
—¿Dinero? —preguntó Ignatius muy feliz—. Gracias, Señor.
Y, tras estas palabras, se embolsó rápidamente los dos billetes.
—Preferiría —añadió— no preguntar cuál es el indecente motivo. Preferiría pensar que intentas compensar, a tu modo simple, las calumnias de que me hiciste objeto en mi decepcionante primer día de trabajo con este ridículo carro.
—Eso es, profe. Usted lo ha dicho mucho mejor de lo que podría decirlo yo nunca. Es usted un tío con muchos estudios.
—¿Eh? —Ignatius se sentía muy satisfecho—. Quizás haya aún alguna esperanza para ti. ¿Un bocadillo?
—No, gracias.
—Entonces, disculpa, pero yo voy a tomarme uno. Mi organismo exige un apaciguamiento

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